Ella es distinta y doy gracias por ello.
Es pequeña aún pero adivino miradas que yo nunca tuve a su
edad y las ensayo a solas frente al espejo.
Yo titubeo con ciertas palabras a las que no estoy
acostumbrada y ella me pone las sílabas en su sitio sin dudar, aunque luego me
pregunte por la raíz de alguna otra y me deje explicarme largo y tendido,
enredándome en mi pseudo-sabiduría.
Se mira al espejo con disgusto, no sabe que con el tiempo
podrá mirarse como hago yo, con pasión y deseo cuando atisbo mi cadera.
Se le arruga la nariz cuando defiende el derecho a elegir la
pansexualidad y yo abro mucho los ojos porque eso no lo había oído antes y
entiendo que su realidad ya es otra.
A veces usa mis expresiones y me aterra imaginar que pueda
hacerlas suyas. Quiero salvarla del miedo, de las inseguridades y de la
posibilidad de dejarse aplastar por un mal de amores pero entonces expone con
rotundidad por qué no quiere tener hijos y me sorprendo aplaudiéndola por
dentro.
Ella es mi realidad aumentada y la evidencia de mis errores
más comunes, cómo hablo, cómo afronto las dificultades o cómo pierdo los papeles
en ocasiones. Ella simplifica la vida comiendo chocolate mientras yo la lloro
con el corazón desgarrado.
Poco a poco hemos retomado los abrazos o las miradas
cómplices y me descubro desdibujando un pasado que me ha perseguido demasiado
tiempo porque el presente que ella trae a casa cada día es infinitamente más
interesante.
Gracias, hija.